El día 24 de febrero de 2022, Rusia lanzó una invasión ilegal de Ucrania. Estados Unidos había advertido repetidamente de esta amenaza. A pesar de los esfuerzos de Occidente para resolver las demandas rusas por vías pacíficas, Putin decidió lanzar el uso de la fuerza armada.
Esta invasión supone un golpe duro al orden internacional que se había reforzado tras el fin de la Guerra Fría. La guerra está teniendo consecuencias importantes sobre la población civil, sobre la política europea e internacional, y sobre la economía.
Con el fin de contribuir al análisis de la situación, publiqué esta tribuna en el periódico ABC el día 3 de marzo (suplemento Alfa & Omega). El texto se reproduce más abajo, y el vínculo para consultar el artículo puede seguirse aquí.
Tras
la paz en Ucrania
Martín
Ortega Carcelén
Los
desastres de la guerra vuelven a Europa. Calamidades bien conocidas golpean a Ucrania,
pero el tsunami llegará hasta nosotros. Habrá consecuencias económicas y sociales
cuyo alcance es imposible calcular. Sin haber superado todavía la crisis de la
pandemia, el mazazo de la guerra puede ser muy perjudicial.
Al comienzo del conflicto, hemos leído muchos
comentarios simplistas. Por supuesto, el uso de la fuerza es inaceptable y está
prohibido por el Derecho Internacional. Vladimir Putin es el culpable de este
disparate. La Unión Europea no puede tolerar esta violación flagrante de la paz.
Ahora bien, debemos analizar el fondo del problema para discernir algún tipo de
solución, incluso en este momento tan dramático.
Con perspectiva histórica, Ucrania ha
vivido una situación de ruptura interna. La población está escindida hasta un
punto difícil de imaginar. Es inútil buscar paralelismos con otros países,
porque cada uno de los 193 Estados miembros de Naciones Unidas está hecho de
realidades muy diversas. El carácter bipolar de Ucrania quedó demostrado en la
revolución naranja, las sucesivas victorias de Yuschenko y Yanukóvich en las
elecciones presidenciales de 2004 y 2010, la revuelta de Maidán y las
reacciones anti-Maidán en 2014, seguidas de las guerras separatistas. Una inestabilidad
política que continúa hasta hoy y lleva aparejada enorme violencia.
En estas condiciones, tan ilusorio es querer
que todo el país sea prorruso como pretender convertir a Ucrania en un país
occidental. Quien mejor entendió lo irresoluble de este dilema fue Henry
Kissinger. Cualquier intento de una parte de Ucrania de dominar a la otra
conducirá al fracaso, afirmó. El oeste habla ucraniano y es católico, mientras
que el este es ortodoxo y habla ruso. “Tratar a Ucrania como parte de la
confrontación estratégica hundiría la posibilidad de conducir las relaciones
entre Rusia y Occidente, especialmente Rusia y Europa, hacia cualquier sistema
de cooperación internacional” (Washington Post, 5 marzo 2014).
La acción exterior de la Unión Europea y
sus Estados miembros, así como la política de Estados Unidos y la OTAN,
deberían tener en cuenta esa realidad. Si la propia población del país está tan
dividida como muestran repetidamente las elecciones, estamos ante un factor
clave que ni Occidente ni Rusia pueden ignorar. Obviamente, esto no significa
que la invasión de Putin sea menos condenable. Por muy divididos que estén los
ucranianos, eso no una excusa para ocupar el país. La conclusión debe ser más
bien que el diseño de cualquier política pasada o futura debe asumir esa profunda
escisión.
En las relaciones internacionales, al igual
que en las relaciones humanas, resulta esencial entender la causa de los
conflictos si queremos explorar vías de solución. El análisis racional debe
apartarse en la medida de lo posible de las pasiones. Esa ecuanimidad es
necesaria para aplicar correctamente principios fundamentales como el
mantenimiento de la paz, el amor a los demás o los derechos humanos.
La pregunta ahora es: ¿cómo responder a la
invasión de Putin? ¿Debemos responder al mal con otro mal? La Unión Europea se
encuentra perpleja porque, por su propia naturaleza, no está diseñada para afrontar
un conflicto armado. Pero hay que hacer algo, porque la Unión representa el
valor de la paz en Europa, tras siglos de guerras.
Hay dos cursos de acción. Por un lado,
están las medidas coercitivas. Hay que aclarar que, en Derecho Internacional,
el uso de la fuerza armada es a veces necesario, para defenderse a uno mismo y
a los aliados o para mantener la paz. Estas dos justificaciones están en
nuestro derecho y en la Carta de Naciones Unidas. La Segunda Guerra Mundial fue
una guerra justa, que permitió el resurgimiento de la democracia en Europa. Sin
embargo, intervenir directamente en el territorio de Ucrania plantea enormes
problemas jurídicos y estratégicos. Incluso el envío de armamento y el apoyo
militar podría conducir a una guerra de desgaste, que sería indeseable y muy
dolorosa para todos.
Por otro lado, las sanciones o medidas
restrictivas son el instrumento preferido para penalizar a Rusia por su
invasión. El problema de las sanciones es que terminan afectándonos, darán
lugar a contramedidas, y podrían desviarse hacia una escalada sin control, que hay
que evitar. Es sabido cómo comienzan las guerras, pero nunca cómo terminan. Esta
máxima, que parece dirigirse al contrario, vale igualmente para nosotros.
Hay que detener la invasión y la guerra, y
responder a la transgresión de Putin. Pero el objetivo principal es volver a la
senda de la paz en Europa. Cualquier solución maximalista es inviable, y la
escalada, indeseable. Probablemente, cualquier futuro acuerdo de paz se
encontrará en algún punto intermedio.
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