domingo, 17 de mayo de 2020

Mi patria son los principios


La pandemia que estamos viviendo pone de manifiesto el papel de la inteligencia y de la prospectiva. Durante años hubo señales que no se escucharon, igual que ocurre hoy con el medio ambiente, pero estamos condenados a que esto sea así. La gente prefiere cerrar los ojos ante las amenazas que se adivinan en el futuro, y los políticos piensan en las siguientes elecciones. Por este motivo, la prospectiva es una tarea ingrata. Si avisas de que algo malo puede pasar, el público se siente molesto y mira mal al mensajero, que solo está intentando cumplir un papel en beneficio de la sociedad. Si la advertencia se cumple, quien predijo el mal tampoco puede decir “lo avisé” porque entonces la gente piensa que es un listillo y en realidad no sirvió de nada que lo anunciara. Para entenderlo: cuando vamos a un taller para la revisión del coche y nos dicen que, además, debemos gastar dos mil euros para evitar un riesgo cierto, la reacción normal es creer que nos están timando y generalmente aguantaremos sin hacer la reparación hasta que sea inevitable.

La misión de la prospectiva se resume en estos diagramas que preparé para el informe Building the future (EUISS, Paris 2007). En el esquema de arriba, la advertencia provoca una reacción, permite evitar un mundo peor (w2), y pasar del mundo actual (w1) a un mundo mejor (w3). En el esquema de abajo, la advertencia no se escucha y vamos de cabeza a un mundo peor. Lógicamente esto debe concretarse y actualizarse a cada momento. En la situación actual, hay señales más que suficientes de que estamos haciendo algunas cosas mal, pero tampoco se escuchan advertencias que lo avisen.


Durante años trabajé en la prospectiva y en el análisis de las cuestiones europeas e internacionales. Ahora soy un simple académico y no tengo muchas posibilidades de presentar advertencias en el proceso de toma de decisiones. El análisis que uno hace, fruto de una larga experiencia, tiene un impacto muy distinto si está en un puesto de responsabilidad o si no tiene ninguna. En el primer caso, los informes entran en el engranaje de decisiones europeas o nacionales y tienen cierta influencia. Si uno está fuera del proceso decisorio, el trabajo producido tiene la misma calidad, pero con un impacto mínimo. Esto no ocurre solo a los académicos, sino también a los políticos, diplomáticos, militares o funcionarios que han tenido puestos relevantes y, después, comprueban que sus opiniones valen poco cuando han salido del sistema.

Este fenómeno es lógico porque no todo el mundo puede influir en las decisiones públicas, pero se ve agravado hoy debido a dos factores. Por un lado, la prensa, la televisión y Twitter son la medida de todas las cosas. Quienes toman decisiones dan prioridad a esos impulsos, lo que no es adecuado en tiempos convulsos porque es preciso análisis de calidad y este no depende de las audiencias. Por otro lado, el conocimiento sobre las cuestiones sociales no es hoy acumulativo, a diferencia de lo que ocurre con las ciencias experimentales. El hecho de que todo el mundo pueda opinar hace que todas las opiniones parezcan iguales. El mandatario debe tener una sensibilidad especial para identificar la mejor asesoría en un mundo complejo en medio del ruido, sensibilidad de la que disfrutan solo algunos líderes. En estas condiciones, se desincentiva la tarea de los expertos, y se prima el envoltorio más que los contenidos.
 
La prospectiva y el análisis se hacen con un propósito final. En general, el objetivo es hacer un país mejor, por lo que el motor es el patriotismo más allá de las ideologías y los partidos. En mi libro España en positivo, defendí el patriotismo constitucional frente al nacionalismo. Cuando la prospectiva se hace para la Unión Europea, hay que tener una convicción europeísta para hacer avanzar la integración y la paz en el continente, y el papel de Europa en el mundo. Pero el buen analista debe tener un marco de referencia incluso más amplio en un mundo global, y este marco de referencia son los principios democráticos y de convivencia pacífica. Aunque el sistema se quiebre o no funcione, es fundamental mantener esos valores para hacer progresar la Historia y evitar retrocesos dolorosos, como he explicado en mi trabajo sobre Filosofía de las relaciones internacionales. Precisamente la labor del analista es más necesaria que nunca cuando esos principios se ponen en juego, como va a ocurrir con la crisis que viene.

A lo largo de mi trabajo universitario y en las instituciones, siempre encontré inspiración en las grandes figuras de la primera modernidad. Francisco de Vitoria nunca alabó sin más lo que hacía su país, sino que juzgó lo que estaba ocurriendo en América de acuerdo a principios de humanidad. Fue cauto en sus lecciones en la Universidad, pero su verdadero genio se muestra en las cartas a sus amigos de la década de 1530. Allí criticó los abusos de sus compatriotas tanto como las prácticas inhumanas de los nativos americanos y afirmó la igualdad de todas las personas, haciendo brillar un espíritu adelantado a su tiempo. Miguel de Cervantes fue un gran patriota y soportó con entereza el hecho de que la administración de su tiempo ignorase sus peticiones de un puesto público. Pero el patriotismo de Cervantes no se refería solo a su país, que no supo agradecer los servicios prestados, sino que estaba vinculado a una patria más ideal: los principios encarnados en las virtudes que Don Quijote enumera en diversas ocasiones, y que Sancho aplicó también en su ínsula para sorpresa de sus burladores.

La crisis profunda que comienza ahora será económica, social, política, internacional y de valores, y conllevará riesgos mayores de lo que muchos imaginan. Aplicando el método “what if” en mi bola de cristal, afectará gravemente la vida política dentro de los Estados, pondrá en juego a la propia Unión Europea, así como grandes avances históricos. Requerirá la implicación de todos, y una renovada confianza en los principios fundamentales de convivencia que, en nuestro mundo global, son la patria inexcusable y auténtica.

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