La gran amenaza del futuro es la destrucción irreparable de nuestro medio ambiente. Vamos a decirlo de nuevo. La amenaza más grave para la humanidad es el cambio climático y el deterioro de la vida en el planeta. Esta afirmación debe combinarse con otra igualmente tajante: no vamos a reaccionar. Estamos condenados a sufrir el golpe tremendo de ese desastre.
La Conferencia de Bonn que está teniendo lugar estos días, llamada COP23, intenta desarrollar el Acuerdo de Paris de la COP21 de 2015 (este artículo de Lara Lázaro-Touza) y adoptar otras medidas, pero no tendrá un impacto para detener el cambio climático.
Para entender la gravedad del momento, puede usarse la siguiente comparación de dos principios del Derecho Internacional: el principio que prohíbe la guerra y el principio que protege el medio ambiente.
El principio que prohíbe la guerra tuvo su origen tras la Primera Guerra Mundial, pero fue necesaria la Segunda Guerra Mundial para llegar a la prohibición formal en la Carta de Naciones Unidas. Después fue precisa una Guerra Fría, la carrera nuclear y la caída del comunismo para llegar a una prohibición real, que hoy permite la actuación del Consejo de Seguridad.
Pues bien, el principio de protección del medio ambiente está solo en sus comienzos. Nació en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992 y se consagró en la Declaración del Milenio del año 2000. Es, por tanto, una idea muy reciente que no ha tenido desarrollo normativo real. Este desarrollo se produce tras choques insoportables, desgraciadamente. La prohibición de la guerra se hizo realidad tras la Segunda Guerra Mundial y tras la Guerra Fría. La protección del medio ambiente todavía no ha vivido su shock. Al hablar ahora de este principio, es como si estuviésemos hablando del principio de prohibición de la guerra antes de la Segunda Guerra Mundial. Si estuviésemos en 1930, por ejemplo, diríamos: “existen algunos elementos para prevenir la guerra, pero son insuficientes, porque se nos viene encima un enorme conflicto armado”. Esto ocurre con el medio ambiente: el gran desastre está por venir.
El principio de protección del medio ambiente está en mantillas y no va a poder evitar la catástrofe que nos aguarda. Solo después de este desastre la comunidad internacional reaccionará e introducirá normas para paliar la destrucción. El problema es que entonces será demasiado tarde.
Los instrumentos que tenemos para luchar contra el cambio climático y el deterioro de la vida son escasos. El Protocolo de Kyoto adoptado en 1997 establecía objetivos para algunos Estados, que no se cumplieron. La Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 1992 se reúne cada año en las Conferencias de las Partes (COP). En la COP15 de Copenhague Estados Unidos y China aceptaron entrar en la discusión. La COP21 de Paris anunció a bombo y platillo un objetivo genérico para que la temperatura global no sobrepasara los dos grados centígrados, cosa que es ya inevitable y mucho antes de lo que se cree. La emisión de gases de efecto invernadero continúa aumentando. La COP23 de estos días en Bonn estará bien preparada por Alemania, y será una ocasión para aumentar la conciencia del problema. Sin embargo, muy probablemente no podrán adoptarse normas concretas, y seguiremos hablando de objetivos a largo plazo, hacia 2030, 2040, 2050…
El problema es muy sencillo. Detener el cambio climático se opone a nuestro modo de vida. Nuestro bienestar se basa sobre el cambio climático, y también el bienestar que están consiguiendo los países emergentes. Todos los países del norte y del sur, de todos los continentes, quieren crecer más y consumir más. Y eso acentúa el cambio climático. Para detener este fenómeno, habría que cambiar el modo de vida actual. Algunos científicos optimistas hablan de fuentes de recursos inagotables en el futuro, o de atrapar el CO2. Muchos economistas, de manera más realista, apuntan que podríamos incorporar ya la sostenibilidad en nuestras sociedades: la economía sostenible y las medidas de ahorro son efectivamente una buena inversión, y los países que comiencen antes ganarán la carrera. Potenciar la energía renovable como la eólica (este artículo de Teresa Ribera et al.), prohibir el transporte de combustión en las ciudades, aislar los edificios, regular el uso de plásticos y el reciclaje, como están haciendo los países desarrollados, es lo correcto. Ahora bien, estas medidas son meramente paliativas. Resultan demasiado tímidas y no llegarán a tiempo para evitar la degradación imparable del medio ambiente global.
Tras el choque climático y medioambiental que se vislumbra en el horizonte, los Estados irán a la mesa de negociaciones con una renovada urgencia. Los ciudadanos, ahogados en olas de calor o en subidas del mar, lo exigirán. Pero los científicos nos dicen que los daños serán ya irreparables. Y entonces se verá que, además de utilizar mecanismos económicos, políticos y jurídicos, será imprescindible contar con la cultura, el pensamiento y la religión. Cambiar de modo de vida en el plano global requerirá medidas políticas, jurídicas, económicas y también un nuevo enfoque humano y espiritual. Pero esta exploración del futuro pertenece ya a otro capítulo.
La Conferencia de Bonn que está teniendo lugar estos días, llamada COP23, intenta desarrollar el Acuerdo de Paris de la COP21 de 2015 (este artículo de Lara Lázaro-Touza) y adoptar otras medidas, pero no tendrá un impacto para detener el cambio climático.
Para entender la gravedad del momento, puede usarse la siguiente comparación de dos principios del Derecho Internacional: el principio que prohíbe la guerra y el principio que protege el medio ambiente.
El principio que prohíbe la guerra tuvo su origen tras la Primera Guerra Mundial, pero fue necesaria la Segunda Guerra Mundial para llegar a la prohibición formal en la Carta de Naciones Unidas. Después fue precisa una Guerra Fría, la carrera nuclear y la caída del comunismo para llegar a una prohibición real, que hoy permite la actuación del Consejo de Seguridad.
Pues bien, el principio de protección del medio ambiente está solo en sus comienzos. Nació en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992 y se consagró en la Declaración del Milenio del año 2000. Es, por tanto, una idea muy reciente que no ha tenido desarrollo normativo real. Este desarrollo se produce tras choques insoportables, desgraciadamente. La prohibición de la guerra se hizo realidad tras la Segunda Guerra Mundial y tras la Guerra Fría. La protección del medio ambiente todavía no ha vivido su shock. Al hablar ahora de este principio, es como si estuviésemos hablando del principio de prohibición de la guerra antes de la Segunda Guerra Mundial. Si estuviésemos en 1930, por ejemplo, diríamos: “existen algunos elementos para prevenir la guerra, pero son insuficientes, porque se nos viene encima un enorme conflicto armado”. Esto ocurre con el medio ambiente: el gran desastre está por venir.
El principio de protección del medio ambiente está en mantillas y no va a poder evitar la catástrofe que nos aguarda. Solo después de este desastre la comunidad internacional reaccionará e introducirá normas para paliar la destrucción. El problema es que entonces será demasiado tarde.
Los instrumentos que tenemos para luchar contra el cambio climático y el deterioro de la vida son escasos. El Protocolo de Kyoto adoptado en 1997 establecía objetivos para algunos Estados, que no se cumplieron. La Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 1992 se reúne cada año en las Conferencias de las Partes (COP). En la COP15 de Copenhague Estados Unidos y China aceptaron entrar en la discusión. La COP21 de Paris anunció a bombo y platillo un objetivo genérico para que la temperatura global no sobrepasara los dos grados centígrados, cosa que es ya inevitable y mucho antes de lo que se cree. La emisión de gases de efecto invernadero continúa aumentando. La COP23 de estos días en Bonn estará bien preparada por Alemania, y será una ocasión para aumentar la conciencia del problema. Sin embargo, muy probablemente no podrán adoptarse normas concretas, y seguiremos hablando de objetivos a largo plazo, hacia 2030, 2040, 2050…
El problema es muy sencillo. Detener el cambio climático se opone a nuestro modo de vida. Nuestro bienestar se basa sobre el cambio climático, y también el bienestar que están consiguiendo los países emergentes. Todos los países del norte y del sur, de todos los continentes, quieren crecer más y consumir más. Y eso acentúa el cambio climático. Para detener este fenómeno, habría que cambiar el modo de vida actual. Algunos científicos optimistas hablan de fuentes de recursos inagotables en el futuro, o de atrapar el CO2. Muchos economistas, de manera más realista, apuntan que podríamos incorporar ya la sostenibilidad en nuestras sociedades: la economía sostenible y las medidas de ahorro son efectivamente una buena inversión, y los países que comiencen antes ganarán la carrera. Potenciar la energía renovable como la eólica (este artículo de Teresa Ribera et al.), prohibir el transporte de combustión en las ciudades, aislar los edificios, regular el uso de plásticos y el reciclaje, como están haciendo los países desarrollados, es lo correcto. Ahora bien, estas medidas son meramente paliativas. Resultan demasiado tímidas y no llegarán a tiempo para evitar la degradación imparable del medio ambiente global.
Tras el choque climático y medioambiental que se vislumbra en el horizonte, los Estados irán a la mesa de negociaciones con una renovada urgencia. Los ciudadanos, ahogados en olas de calor o en subidas del mar, lo exigirán. Pero los científicos nos dicen que los daños serán ya irreparables. Y entonces se verá que, además de utilizar mecanismos económicos, políticos y jurídicos, será imprescindible contar con la cultura, el pensamiento y la religión. Cambiar de modo de vida en el plano global requerirá medidas políticas, jurídicas, económicas y también un nuevo enfoque humano y espiritual. Pero esta exploración del futuro pertenece ya a otro capítulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario