El día 4 de enero el periódico El País publicó este artículo mío titulado Detener a tiempo las guerras:
O bien Europa exporta estabilidad o termina importando inestabilidad.
Olvidamos este principio, dormitamos en los laureles, cuando alguna crisis en
el vecindario envía una marea de refugiados que nos despierta del plácido
sueño. Además, olvidamos que exportar estabilidad es más barato y rentable en
el largo plazo. La inestabilidad conduce a situaciones que se escapan de las
manos. Todavía no sabemos qué consecuencias tendrá la llegada de refugiados a
Europa o cuál será el coste de la lucha contra el terrorismo instigado por el
ISIS. A pesar de esto, seguimos dejando que las situaciones internacionales
empeoren, para curar a la desesperada cuando ya nada se puede prevenir.
Aceptando que los primeros perjudicados por la
guerra civil son los mismos sirios y en segundo lugar los países adyacentes,
Europa está sintiendo los efectos de aquella guerra. Su influencia negativa nos
llega aquí atenuada, pero su impacto sobre la región es peor. Está por ver si
las tensiones actuales provocan otros conflictos, o si la rehabilitación de
Siria, una tarea que llevará mucho tiempo, dinero y esfuerzos, debe hacerse al
precio de su integridad territorial. Rediseñar fronteras es una perspectiva que
deberíamos rechazar en todo caso porque supone abrir cajas de Pandora difíciles
de cerrar.
No debemos auto-inculparnos por la guerra civil en
Siria. Ahora bien, es importante reconocer algunos errores del pasado y
aprender las lecciones para el futuro. Con perspectiva histórica, la guerra
comenzada en 2011 es impropia del siglo XXI, y los europeos pecamos durante
años de pasividad irresponsable. No iniciamos la guerra ni la atizamos, pero
asistimos impasibles a su degradación hasta límites inhumanos y peligrosos,
sabiendo que estaba demasiado cerca y afectaba a millones de ciudadanos inocentes.
Todas las proclamaciones europeas en favor de la paz internacional y de los
derechos humanos se vieron puestas en tela de juicio mientras andábamos
demasiado preocupados con asuntos internos.
En el tablero sirio, Turquía jugó sus piezas, Arabia
Saudí las suyas, Rusia defendió sus intereses y a Bachar el Asad, e Irán apoyó
también al régimen a través de Hezbolah. Por supuesto, algunas facciones
iraquíes no iban a quedarse fuera y se lanzaron igualmente a la melée. Estados
Unidos observó desde cierta distancia el desbarajuste y solo reaccionó en serio
cuando el Gobierno sirio usó armas químicas, lo que condujo a la resolución
2118 del Consejo de Seguridad de 2013. Una gota de agua en el infierno. Los
europeos no quisimos enterarnos de lo que estaba pasando, como si la guerra
estuviera ocurriendo en un planeta distinto. Solo demasiado tarde estamos
apoyando los esfuerzos de la comunidad internacional representados en la
conferencia de Viena y la planeada en Ginebra.
Si alguien piensa que un contendiente ha ganado la
partida en Siria, se equivoca. Hoy las victorias militares son pírricas; los
ciudadanos sirios son la medida del combate y estos han perdido miserablemente.
El país está roto, con al menos cuatro fuerzas que controlan militarmente el
territorio. Ahora nos hemos centrado en la lucha contra la facción más salvaje.
El problema de suprimir a los yihadistas del ISIS es que están a caballo entre
Siria e Irak. Su poder actual entronca con el desmantelamiento del ejército
iraquí en 2003, una decisión desafortunada como ha reconocido Tony Blair.
Acabar con el impacto del ISIS requiere nuevos acuerdos regionales que incluyan
la estabilización de Irak y de Siria. Más que conferencias puntuales
necesitamos un pacto regional de gran alcance sostenido por los actores
globales.
Si alguna lección hay que sacar del contagio sirio,
es que las guerras deben detenerse a tiempo. En la etapa global es intolerable
que permitamos un conflicto deteriorarse de ese modo. Y para ello es preciso
una acción exterior, tanto europea como estatal, más atenta a la realidad y más
decidida a implicarse cuando sea necesario. Los europeos quizá no tenemos todos
los medios, pero debemos jugar un papel de conciencia global y movilizar a
otros actores. Esto se aplica no solo a las instituciones europeas sino también
al Gobierno nacional. En la reciente campaña electoral, las cuestiones
internacionales han brillado por su ausencia, como si España fuera una
fortaleza rodeada de murallas. No hay castillo, no hay murallas. Estamos
sometidos a los vientos, al calor y al frío que vienen del exterior.
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