Estamos viendo escenas de barbarie en las guerras de Gaza y Ucrania, donde no se respetan las mínimas normas de humanidad. La comunidad internacional debería poner fin a los abusos contra los civiles, enfermos, ancianos, mujeres y niños. Publico este artículo "Los horrores de la guerra y la lucha por el Derecho Internacional" en la Revista El Notario del Siglo XXI. En el texto, explico las normas de Derecho Internacional Humanitario y animo a seguir exigiendo un mundo más pacífico, donde la guerra y la ley del más fuerte sean sometidas a cierta racionalidad. Texto completo aquí https://www.elnotario.es/opinion/opinion/12478-los-horrores-de-la-guerra-y-la-lucha-por-el-derecho-internacional
Las
imágenes aterradoras de la guerra en Gaza y en Ucrania obligan a preguntarnos
si la comunidad internacional puede hacer algo más para detener estas
catástrofes. En el siglo XXI, las normas del Derecho Internacional deberían ser
capaces de evitar tales desgracias, que parecen surgidas de otras épocas. El
derecho debería poner fin a estos conflictos, prevenir otros similares, aliviar
a las víctimas y, sobre todo, castigar a los culpables. Pero, ¿Qué
autoridad puede hacer un juicio ecuánime? ¿Es posible aplicar la racionalidad a
disputas enraizadas en la Historia que despiertan pasiones atávicas?
La
guerra es la expresión máxima de la violencia, que hoy se ve multiplicada por
armas de destrucción masiva y medios técnicos especialmente letales. En el
último siglo, el sistema internacional ha introducido normas para prohibir el
recurso a la guerra, regular la conducta durante las hostilidades y limitar el
uso de armas nucleares. Pero este sistema es imperfecto. Aunque son menos
frecuentes en nuestros días, el mundo sigue padeciendo el azote de guerras
provocadas por litigios que no son susceptibles de someterse a ningún tipo de diálogo
o arreglo pacífico. La invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022 y el
conflicto en Gaza tras el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre fueron originados
por la necesidad, percibida como vital, de dominar el territorio, por la
creencia en derechos históricos innegociables o por consideraciones religiosas,
todos rasgos que las comunidades políticas implicadas consideran esenciales.
En
Europa hemos encontrado una fórmula para salir de esas espirales de violencia. Tras
siglos de guerras interminables causadas por el trazado de fronteras, los
derechos dinásticos, visiones distintas de la misma religión y nacionalismos
extremos, en Europa se encontró un método innovador para organizar las
relaciones entre estados. El mercado común nació con el fin explícito de
superar la guerra en el viejo continente. Después, la Unión Europea, la
construcción política más notable del siglo XX, demostró que países que habían
sido enemigos viscerales durante siglos podían convivir en paz y cooperar en
beneficio mutuo. Pero este avance histórico sigue hoy confinado en nuestra área
geográfica, mientras el resto del mundo (y también las regiones colindantes)
viven bajo el espectro de las guerras.
Una ventana de esperanza se abrió a
lo largo de la década de 1990, con la reactivación del Consejo de Seguridad
como gendarme internacional, el establecimiento de Operaciones de Mantenimiento
de la Paz, la ratificación del Tratado de la Unión Europea y otros instrumentos
internacionales como el Estatuto de Roma de 1998. La Unión ofrecía un modelo de
integración política, económica y comercial, y al mismo tiempo se mostraba
dispuesta a contribuir a la resolución de conflictos y a favorecer el
desarrollo económico en su vecindad y más allá. La Estrategia Europea de
Seguridad de 2003 declaró tres objetivos estratégicos: hacer frente a las
amenazas, fomentar la estabilidad en torno a la Unión, e impulsar un orden
internacional basado en el multilateralismo eficaz. Sin embargo, evoluciones
posteriores, como las guerras de Siria y de Libia o los conflictos en el Sahel,
mostraron los límites de la acción exterior europea, con consecuencias
negativas en esos espacios y para la propia Unión. Un ejemplo claro son las
olas de inmigrantes y refugiados que provocan las guerras y que alcanzan nuestras
costas. En política internacional, los europeos tienen dos opciones: o bien
exportan estabilidad, o bien importan inestabilidad. Es obvio que
deberíamos hacer más para incitar la correcta gobernanza y el desarrollo económico
en torno a la Unión.
El
Derecho Internacional ante la guerra
Los europeos rechazamos la guerra y
hemos hecho contribuciones importantes al Derecho Internacional en este campo. Nuestras
sociedades son muy sensibles a los ataques inhumanos y al sufrimiento de
civiles inocentes que inundan cada día nuestras pantallas. Las encuestas
confirman que nos indignamos y exigimos una actuación más firme. Pero los
mecanismos internacionales de que disponemos son defectuosos y no pueden
responder a las expectativas de una sociedad avanzada. Para comprender el
problema, es preciso ampliar el foco y analizar la estructura básica del
Derecho Internacional que pretende introducir racionalidad y humanidad en los
conflictos armados.
La regulación que el Derecho
Internacional hace del uso de la fuerza armada contiene el ius ad bellum
(cuándo puede recurrirse a la fuerza militar) y el ius in bello (cómo
debe ser la conducta durante las hostilidades). Por lo que se refiere al
primero, la Carta de Naciones Unidas es muy clara. La guerra está prohibida en
el artículo 2.4, y las únicas excepciones son la acción colectiva del Consejo
de Seguridad conforme al capítulo VII, y la legítima defensa de los estados
prevista en el artículo 51. Desde 1990, el Consejo de Seguridad ha tomado
medidas eficaces para la imposición y el mantenimiento de la paz, pero la gran traba
de esta función de gendarme internacional es el derecho de veto de los cinco
miembros permanentes. El Consejo no puede decidir en contra de la voluntad de
uno de estos grandes, por lo que queda literalmente paralizado en los
conflictos donde estén implicados. Esto se verificó en la invasión por parte de
Rusia y la subsiguiente guerra en Ucrania, pero también en la guerra de Gaza,
ya que Estados Unidos ha vetado históricamente cualquier decisión crítica con
las actuaciones de Israel.
La legítima defensa de los estados
es un modo descentralizado de asegurar la paz internacional. De manera
individual o colectiva, los estados defienden su territorio y disuaden los
ataques de otros. Los actos de agresión son ilícitos, mientras que una respuesta
militar proporcionada está amparada por el Derecho Internacional. El problema
en este caso es que la legítima defensa se define ligada al territorio del
estado, por lo que presenta una calificación difícil en los espacios
disputados. Dos países pueden alegar que están actuando en legítima defensa
cuando luchan por un territorio que es objeto de litigio. Esta situación se observa
por ejemplo con respecto a Crimea. La península forma parte del territorio de
Ucrania desde su independencia en 1991, pero algunos expertos argumentan sobre
su titularidad. Una figura como Henry Kissinger ha afirmado recientemente que Ucrania
no debe luchar para recuperar Crimea, un territorio que históricamente fue
parte de Rusia.
La legítima defensa debe ser
proporcionada y debe comunicarse al Consejo de Seguridad para que adopte
medidas frente a la primera agresión. La proporcionalidad es muy importante
porque la acción militar lícita debe ajustarse a un fin defensivo y no puede
utilizarse para otros propósitos. Por eso, Israel insiste tanto en que el
objetivo de sus operaciones es liquidar a Hamás y no castigar al pueblo
palestino de Gaza. Sin embargo, la desproporción de la respuesta militar
israelí ha sido destacada por conocedores del conflicto como Javier Solana
El ius in bello, también
llamado Derecho Internacional Humanitario, contiene las normas que regulan la
conducta durante los conflictos armados. Aquí es relevante destacar que existen
dos marcos de regulación: el derecho derivado de los Convenios de Ginebra, que
tienen valor universal, y el que emana del Estatuto de Roma de 1998 en el cual
se estableció la Corte Penal Internacional, con un alcance más restringido.
Los crímenes atroces perpetrados durante
la Segunda Guerra Mundial, incluyendo el Holocausto del pueblo judío, motivaron
la constitución de los Tribunales de Núremberg y de Tokio. Poco después se
adoptaron los Convenios de Ginebra de 1949 que incluyen principios como la
protección de los prisioneros de guerra, el deber de distinción entre militares
y civiles durante los conflictos, así como el respeto debido a los no
combatientes, al personal humanitario y a las instalaciones médicas señaladas
con el símbolo de la Cruz Roja y otros similares. Los Convenios han sido
ratificados por todos los países por lo que tienen una validez universal,
aunque su aplicación práctica no es homogénea.
Los
estados están obligados a introducir esos principios en su legislación, y
muchos lo han hecho de manera impecable. Los artículos 608 a 614 de nuestro
Código Penal recogen dichas normas y remiten en diversos puntos a los Convenios
de Ginebra. Las Reales Ordenanzas que rigen la actuación de los militares
españoles hacen lo mismo, precisando: “El militar conocerá y difundirá, así
como aplicará en el transcurso de cualquier conflicto armado u operación
militar, los convenios internacionales ratificados por España” (artículo 106). La
vigencia de estas normas ha dado lugar a sentencias en los tribunales estatales
por incumplimiento del Derecho Internacional Humanitario, como el caso Donald
Payne (2006) en Reino Unido por maltrato a prisioneros, o el caso Mahmudiyah,
U.S. vs Green (2009) en Estados Unidos por crímenes de guerra cometidos por
militares norteamericanos en Irak. Aunque existen sentencias de aplicación
de estas reglas de humanidad en la guerra, muchos abusos quedan impunes o pasan
desapercibidos. Las razones principales son la pasividad de los estados que
protegen a sus propios militares, hagan lo que hagan, y la dificultad de acceso
al frente de guerra o a escenarios remotos, que hace imposible fiscalizar lo
ocurrido.
Teniendo
en cuenta ese marco universal de regulación, es triste comprobar que ni
siquiera los estados miembros de la Unión Europea pueden ponerse de acuerdo a
la hora de reclamar su respeto en determinados conflictos, o un alto el fuego.
El
otro gran ámbito del Derecho Internacional Humanitario fue creado por el
Estatuto de Roma de 1998, que instituyó la Corte Penal Internacional (CPI) activa
desde 2002. A falta de un código penal internacional, el Estatuto también
incluyó una tipificación detallada de los crímenes que puede juzgar,
describiendo de forma minuciosa las conductas que constituyen delitos de
genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra (artículos 6, 7 y
8). La CPI disfruta de una jurisdicción complementaria a la de los estados, basada
en la obligación de los países miembros de extraditar o juzgar (aut dedere
aut iudicare). La CPI puede ponerse en marcha porque un estado extradita a
un sospechoso, cuando el fiscal de la Corte imputa a un posible criminal, y
cuando el Consejo de Seguridad así lo solicita. La Corte ha tenido una
actividad importante hasta el momento, aunque centrada en conflictos e infracciones
cometidas en el continente africano.
Algunos
activistas y medios de comunicación dan a entender que la CPI debería perseguir
los crímenes de guerra cometidos en conflictos como el de Gaza o Ucrania. Existen
evidencias de que diversos bandos han practicado el asesinato de civiles, la
toma de rehenes y el ataque a escuelas y hospitales. No obstante, hay que tener
en cuenta las limitaciones de la CPI porque, por su propia naturaleza, tampoco
puede juzgar todas las transgresiones. Los países que no son parte del Estatuto
de Roma niegan la jurisdicción de la Corte, y por tanto se reservan para sí
cualquier posible investigación y castigo de la conducta de sus militares.
Países como Argelia, China, Cuba, Estados Unidos, India, Indonesia, Israel,
Pakistán, Rusia, Turquía o Ucrania no han ratificado el Estatuto. Esto
significa que, en aquellos conflictos armados en los que participan estos
países, y a falta de una inspección del propio estado, la comunidad
internacional tiene escasos medios para reclamar el respeto a las mínimas
normas de humanidad, lamentablemente.
En
estas circunstancias, y por mucho que existan reglas de obligado cumplimiento
como los Convenios de Ginebra, la presión política, el escrutinio de medios
independientes y la voz de las organizaciones internacionales son los únicos
rayos de esperanza para su eventual respeto. Por ejemplo, conforme se
desarrollaba en Gaza la respuesta de Israel al ataque de Hamás, cada vez más países
reclamaban contención al Gobierno de Netanyahu, y la sociedad civil en Europa y
Estados Unidos criticaba abiertamente sus actuaciones contra la población
palestina. Estos movimientos pueden considerarse escaso consuelo para las
víctimas, pero es la única respuesta posible cuando las realidades de poder no
permiten una reacción institucional.
El avance
del Derecho Internacional
Ante
un sistema imperfecto, debemos seguir trabajando para que la violencia
extrema de la guerra respete principios básicos de humanidad. Lo que Rudolf
von Ihering llamaba la lucha por el derecho en el estado ahora se continúa en
la arena global, donde es preciso avanzar hacia una comunidad internacional de
derecho, en la que principios como racionalidad, igualdad y justicia se
impongan a la ley de la selva.
A
lo largo de las últimas décadas, el Derecho Internacional ha expandido sus
ámbitos de regulación y la eficacia de su cumplimiento ha aumentado. Aquel
viejo augurio de que esta rama del derecho no existe o no es derecho ha perdido
validez. Una pléyade de normas y estructuras internacionales facilitan el
comercio entre estados, los movimientos humanos, la homologación de productos, la
navegación aérea o las telecomunicaciones. Al mismo tiempo, otros sectores
estrechamente unidos al hueso y al nervio de la soberanía siguen resistiéndose a
una regulación internacional, como la capacidad de recurrir a la guerra.
Con
todo, la situación actual es mejor que en el pasado, y existen poderosos
criterios para criticar las violaciones de normas aceptadas por todos. Esta
mirada evolutiva indica que el Derecho Internacional está haciéndose y puede
progresar. La participación de los estados democráticos es fundamental, como lo
son las exigencias de ciudadanos de países de las más diversas latitudes que
reclaman un mundo más pacífico, seguro y humano. Si somos optimistas y creemos
que el avance es posible, la profecía se cumplirá y el mundo se regirá en el
futuro por normas mejores e instituciones más fuertes.