miércoles, 30 de octubre de 2019

Entramos en zona de peligro

Estamos viviendo una etapa peligrosa de las relaciones internacionales. Los aspectos más visibles son el descontento político que se ve en muchos países, la crisis económica que anuncian los expertos, y las amenazas globales que aumentan, como los efectos del cambio climático.

Sin embargo, además de estas manifestaciones más inmediatas, existen otros riesgos asociados a la falta de consenso político entre las grandes potencias. En la década de 1990 comenzó a crearse un nuevo sistema de gobernanza global tras la Guerra Fría, que después se reforzó debido a la crisis de 2008. En el momento actual, el impulso para reforzar la gobernanza se ha perdido. Estamos en una etapa de fragmentación y disgregación global y esto significa que estamos peor preparados para afrontar los peligros.

A comienzos de este mes, la web de Esglobal, con quienes tengo el honor de colaborar, publicó esta reflexión: Entramos en zona de peligro. Aquí reproduzco el contenido.


Los análisis de la actualidad no terminan de captar la gravedad de la situación porque miran al corto plazo. Para comprender lo que está ocurriendo en la política global es preciso volver la vista a la historia desde el fin de la Guerra Fría. El 10 de noviembre (fecha señalada para elecciones generales en nuestros calendarios) se cumplen treinta años de la caída del Muro de Berlín en 1989. En este corto espacio de tiempo hemos vivido cuatro etapas bien diferenciadas. Las tres primeras persiguieron objetivos colectivos, mientras que la etapa actual se caracteriza por la fragmentación. Recordar la evolución desde el fin de la Guerra Fría ayuda a comprender que, muy probablemente, estamos viviendo el fracaso de la construcción del orden global comenzado en 1990. Las cuatro etapas pueden definirse así.

1990-2000. Etapa de creación de un nuevo orden. Expansión de la democracia, solución de conflictos, aparición de la Unión Europea, de la OMC y de otras instituciones internacionales. El objetivo era establecer un nuevo orden tras la Guerra Fría.

2000-2008. Etapa de expansión de la economía y ascenso de los emergentes. El aumento del comercio, la revolución tecnológica y el ascenso de China marcaron esta etapa. El objetivo compartido fue la globalización. Tras los atentados del 11-S, la lucha contra el terrorismo no impidió un gran crecimiento del comercio y la riqueza.

2008-2016. Etapa de crisis financiera y económica. La crisis de 2008 puso de manifiesto problemas como el endeudamiento, los excesos financieros y la vulnerabilidad del sistema, con repercusiones políticas. El objetivo principal en esta etapa fue superar la crisis.

2016 hasta la actualidad. Etapa de disgregación. La salida de la crisis acentuó la desigualdad dentro de casi todos los países. Los ciudadanos han comenzado a recelar de la globalización, y las democracias se han vuelto miopes y egoístas. El referéndum sobre el Brexit en junio de 2016 y la elección de Donald Trump como Presidente de Estados Unidos en noviembre de ese año marcaron el inicio de esta etapa caracterizada por la disolución del consenso sobre grandes cuestiones globales. Surgen los particularismos, como el nacionalismo y el populismo, y las dudas sobre principios como el libre comercio. No es posible identificar objetivos globales compartidos.

Un nuevo relato de la historia reciente de las relaciones internacionales

Ante la complejidad de la post-Guerra Fría, se propusieron nuevos instrumentos de análisis. Los parámetros anteriores, como el auge y caída de las grandes potencias a través de la guerra, o la lucha descarnada por el interés nacional, no servían en un contexto de interdependencia. Las teorías más utilizadas desde 1990 fueron el fin de la historia, formulada por Francis Fukuyama, y el choque de civilizaciones de Samuel Huntington. 

Fukuyama remarcó un consenso global inédito en los campos económico y político. Los experimentos económicos se habían acabado porque el capitalismo triunfaba en todo el mundo ante el estrepitoso fracaso del comunismo. La democracia liberal era incuestionable como sistema político porque era el único que aseguraba los derechos individuales. Por su parte, Huntington puso el acento en el choque de civilizaciones, donde la cultura y la identidad seguían siendo primordiales. La globalización no traería la homogeneidad, sino que el mundo era un puzle de civilizaciones históricas y cada una mantenía una visión de la política y las relaciones internacionales.

Desde el fin de la Guerra Fría, el debate entre estos dos titanes del pensamiento internacional ha sobrevolado todo. A veces parecía que el fin de la historia y el consenso sobre la globalización eran predominantes, como en el auge del comercio mundial; a veces era el choque de civilizaciones el que se imponía por medio de las amenazas y la lucha contra el terrorismo internacional.

Estos dos esquemas de análisis no son suficientes para explicar la realidad. Un rasgo característico de estos últimos treinta años ha sido la construcción de instituciones regionales y globales, y el avance de normas para regir las relaciones entre Estados. Países ricos y emergentes, del norte y del sur, de todas las latitudes participan en un orden internacional basado en la interdependencia. Es preciso hacer un nuevo relato de la historia reciente de las relaciones internacionales, que tenga en cuenta esta dimensión normativa e institucional. Este enfoque, propio del pensamiento continental europeo, no está muy extendido, debido a la enorme influencia que tienen los autores y la prensa de Estados Unidos y Reino Unido y, sin embargo, responde a la realidad de un mundo interconectado donde prima la previsibilidad de los intercambios. 

La historia desde 1990 puede interpretarse de forma más convincente a través de esta perspectiva normativa e institucional. En una primera etapa, el Consejo de Seguridad despertó de su letargo de la Guerra Fría y comenzó a tomar medidas como sanciones y operaciones de mantenimiento de la paz. Se desactivaron conflictos en diversas regiones y se inició un proceso de paz para Oriente Medio. A comienzos de esta etapa, se creó la Unión Europea como unión de Estados, el gran invento político del siglo XX, mientras la democracia se expandía en todo el mundo. El reto de seguridad en el continente fue la estabilización de los Balcanes a lo largo de la década de 1990. En esta etapa de construcción de un nuevo orden, se fundó la Organización Mundial del Comercio en 1995, se estableció la Corte Penal Internacional en el Estatuto de Roma de 1998, y la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en 1992 dio lugar al Protocolo de Kyoto en 1997. Esta primera fase culmina con la Declaración del Milenio del año 2000, que define una serie de principios para regir las relaciones globales, como el libre comercio, los derechos humanos, y la protección del medio ambiente.

La etapa de globalización y expansión económica (2000-2008) estuvo marcada por el crecimiento del comercio mundial, el ascenso de los emergentes, y la expansión de las nuevas tecnologías. Los ataques terroristas de 2001 desencadenaron una lucha contra el terrorismo internacional, pero esta preocupación no restó fuerza al crecimiento, que alcanzó a casi todo el globo. En diciembre de 2001, China entró como miembro en la OMC. El objetivo común en esta etapa fue facilitar el comercio mundial y las inversiones para potenciar el crecimiento, y tampoco se puso mucho interés en la regulación de los excesos. La Unión Europea introdujo el euro en 2002, y se completó la ampliación a diez nuevos miembros en 2004. El Tratado de Lisboa de 2007 consolidó la integración política en la Unión y le atribuyó nuevas competencias.

Entre 2008 y 2016 vivimos una etapa de crisis financiera y económica que golpeó particularmente a los países avanzados. Tras el estallido de la crisis, el objetivo compartido fue primero paliar sus efectos y, después, superar el bache, aunque Estados Unidos y Europa siguieron caminos distintos. Desde su mismo origen, la crisis provocó una interesante reacción institucional con la creación del G20 en noviembre de 2008. Este grupo informal tuvo la virtud de sentar en torno a la misma mesa a potencias con distintos puntos de vista, para orientar el sistema económico y financiero. En sus declaraciones, el G20 ha insistido en la necesidad de regulación o en la lucha contra los paraísos fiscales, al tiempo que propició instituciones como el Consejo de Estabilidad Financiera. Pero en esta etapa se aprecian claros síntomas de fatiga y de dispersión en el avance de la gobernanza global. En el campo del medio ambiente, el Acuerdo de París de 2015 fue un pacto de mínimos sobre el cambio climático, poco creíble en su aplicación. Las primaveras árabes de 2011 dejaron en ascuas a toda la región, y la comunidad internacional no supo reaccionar ante la guerra civil en Siria, que hoy sigue proyectando inestabilidad en los vecinos. Incluso en el campo de la regulación financiera, la urgencia sentida tras la crisis se ha relajado, las recomendaciones del G20 han perdido empuje, y los riesgos han vuelto a aparecer.

Vivimos una etapa de disgregación peligrosa

El resultado del referéndum sobre el Brexit en junio de 2016 y la elección del Presidente Trump en noviembre de ese año marcan el comienzo de la etapa actual, en la que diversos sectores de la gobernanza global se encuentran en una situación de olvido. Al mirar con la suficiente perspectiva, los fenómenos actuales pueden interpretarse como el ocaso de las esperanzas que se abrieron al fin de la Guerra Fría. El problema de la etapa actual es que no hay objetivos compartidos, y se observa una disgregación preocupante incluso entre aliados. En otras palabras, nadie sabe exactamente adónde hay que ir a partir de aquí.

En el campo de la seguridad, la situación en el Oriente Medio es preocupante, y la comunidad internacional no parece capaz de hacer frente a las amenazas, en gran medida por desacuerdos palpables entre Estados Unidos y Rusia. La Unión Europea tampoco ha sabido ejercer su papel tradicional de potencia transformadora en situaciones como las vividas en Libia, Siria o Turquía. En materia nuclear, la presión contra Irán y Corea del Norte frente a sus intentos de proliferación sigue en pie, pero el impulso que dio el Presidente Obama para la reducción de arsenales con Rusia a través del Tratado New Start de 2010 se ha perdido, y un aspecto inquietante fue la retirada del Tratado INF por parte del Presidente Trump a comienzos de 2019. Este acuerdo que eliminó los misiles nucleares de alcance medio en Europa data de 1987 (!).

En cuanto a la gobernanza multilateral, hace tiempo que las instituciones internacionales no reciben la atención necesaria. El proteccionismo ha dejado en entredicho a la OMC, y se está tejiendo una red alternativa de acuerdos bilaterales. Mención aparte requieren los problemas medioambientales, que no incluyen solo el cambio climático sino también la contaminación por plásticos, la destrucción de bosques o la extinción de especies, frente a los que la comunidad internacional parece incapaz. La insistencia retórica en el Acuerdo de París sobre el cambio climático de 2015 es un tanto vacía, debido a que dicho acuerdo no es más que una declaración de intenciones. Del mismo modo que el proteccionismo comercial puede leerse como un fracaso del proyecto de la OMC nacido en 1995, la falta de compromiso sobre el cambio climático puede interpretarse como una quiebra de la Cumbre de la Tierra de 1992 y del Protocolo de Kyoto de 1997, y la guerra de Siria desbarata los esfuerzos de Naciones Unidas y la UE hacia la paz en la región.

Los riesgos de la etapa actual de disgregación se acentúan porque las potencias democráticas, garantes del orden internacional desde 1990, no terminan de identificar nuevos objetivos que conduzcan hacia un mundo más racional y humano. La salida de la crisis, que ocupó a estos países en la etapa anterior, ha producido sociedades más desiguales, que no están predispuestas a hacer frente a los problemas del exterior. Como ha señalado Joseph Stiglitz, al hacer balance de diez años desde la crisis de 2008, la solución consistió sobre todo en “llevar a los bancos al hospital y bañarlos de dinero”. El aumento de la desigualdad ha provocado una desestructuración de estas sociedades, según han destacado economistas como Branko Milanovic o Thomas Piketty, y como ha puesto de manifiesto recientemente el World Inequality Report. En Estados Unidos, el 50% más pobre de la población recibía el 21% de la renta nacional en 1980, porcentaje que bajó al 13% en 2016. En Europa, la mitad más pobre obtenía un 24% en 1980, y un 22% en 2016. Esta es una tendencia sistémica porque se produce en el largo plazo con gobiernos de todo signo. En política interna, esto significa aumento del populismo y del nacionalismo, mayor polarización, y episodios como los chalecos amarillos pueden interpretarse también en esta clave. Pero igualmente hay consecuencias graves, aunque quizás menos visibles, para la política exterior. Los Gobiernos encuentran dificultades para definir objetivos de acción exterior en las sociedades más desestructuradas de los países democráticos.

Vuelta a los principios y a la gobernanza global

Es muy difícil hacer sugerencias sobre cómo superar esta etapa de disgregación porque estamos ante un problema estructural, que solo podrá transformarse con el tiempo. En una previsión a corto plazo, es posible que se vivan shocks o episodios negativos, que acentúen el estancamiento económico que los expertos predicen para los próximos años. Los ataques a petroleros o refinerías en el Golfo son una señal de aviso que puede afectar el mercado de la energía, pero también la quiebra de Thomas Cook puede replicarse con dificultades en el sector financiero, que siempre tienen efecto dominó.

El momento político internacional está escasamente preparado para responder a crisis económicas y políticas debido a la falta de acuerdo entre los principales actores. Solamente algunos líderes representan una sólida confianza en los principios de la gobernanza global que se formularon tras la Guerra Fría. La reunión del G-7 en Biarritz demostró que estos principios siguen teniendo validez, y la defensa que de ellos hacen la Unión Europea o líderes como Emmanuel Macron, Angela Merkel o Justin Trudeau es un rayo de esperanza.


La dificultad hacia el futuro es que esas normas de convivencia deben plasmarse en una gobernanza global más eficaz y en instituciones internacionales más fuertes, incluyendo no solo al G-7 sino también a los actores del G20 y las organizaciones internacionales. Esta tarea es hoy especialmente ardua porque aquellos principios de los años 1990 deben completarse hoy con una visión novedosa de la economía y del modo de vida consumista debido al impacto catastrófico sobre el clima y el medio ambiente. Una tarea heroica para la que, por el momento, no hay héroes.